Anton Chejov
Con este cuento me despido del año 2014
***
-¡Volodia ha llegado! -gritó alguien en el patio.
-¡El niño Volodia ha llegado! -repitió la criada Natalia
irrumpiendo ruidosamente en el comedor- ¡Ya está ahí!
Toda la familia de Korolev, que esperaba de un momento a
otro la llegada de Volodia, corrió a las ventanas. En el patio, junto a la
puerta, se veían unos amplios trineos, arrastrados por tres caballos blancos, a
la sazón envueltos en vapor.
Los trineos estaban vacíos; Volodia se hallaba ya en el
vestíbulo, y hacía esfuerzos para despojarse de su bufanda de viaje. Sus manos
rojas, con los dedos casi helados, no lo obedecían. Su abrigo de colegial, su
gorra, sus chanclos y sus cabellos estaban blancos de nieve.
Su madre y su tía lo estrecharon, hasta casi ahogarlo, entre
sus brazos.
-¡Por fin! ¡Queridito mío! ¿Qué tal?
La criada Natalia había caído a sus pies y trataba de
quitarle los chanclos. Sus hermanitas lanzaban gritos de alegría. Las puertas
se abrían y se cerraban con estrépito en toda la casa. El padre de Volodia, en
mangas de camisa y las tijeras en la mano, acudió al vestíbulo y quiso abrazar
a su hijo; pero éste se hallaba tan rodeado de gente, que no era empresa fácil.
-¡Volodia, hijito! Te esperábamos ayer... ¿Qué tal?...
¡Pero, por Dios, déjenme abrazarlo! ¡Creo que también tengo derecho!
Milord, un enorme perro negro, estaba también muy agitado.
Sacudía la cola contra los muebles y las paredes y ladraba con su voz potente
de bajo: ¡Guau! ¡Guau!
Durante algunos minutos aquello fue un griterío
indescriptible.
Luego, cuando se hubieron fatigado de gritar y de abrazarse,
los Korolev se dieron cuenta de que además de Volodia se encontraba allí otro
hombrecito, envuelto en bufandas y tapabocas e igualmente blanco de nieve.
Permanecía inmóvil en un rincón, oculto en la sombra de una gran pelliza
colgada en la percha.
-Volodia, ¿quién es ése? - preguntó muy quedo la madre.
-¡Ah, sí!- recordó Volodia. Tengo el honor de presentarles a
mi camarada Chechevitzin, alumno de segundo año. Lo he invitado a pasar con
nosotros las Navidades.
-¡Muy bien, muy bien! ¡Sea usted bienvenido! -dijo con tono
alegre el padre-. Perdóneme; estoy en mangas de camisa. Natalia, ayuda al señor
Chechevitzin a desnudarse. ¡Largo, Milord! ¡Me aburres con tus ladridos!
Un cuarto de hora más tarde Volodia y Chechevitzin,
aturdidos por la acogida ruidosa y rojos aún de frío, estaban sentados en el
comedor y tomaban té. El sol de invierno, atravesando los cristales medio
helados, brillaba sobre el samovar y sobre la vajilla. Hacía calor en el
comedor, y los dos muchachos parecían por completo felices.
-¡Bueno, ya llegan las Navidades! -dijo el señor Korolev,
encendiendo un grueso cigarrillo-. ¡Cómo pasa el tiempo! No hace mucho que tu
madre lloraba al irte tú al colegio, y ahora hete ya de vuelta. Señor
Chechevitzin, ¿un poco más de té? Tome usted pasteles. No esté usted cohibido,
se lo ruego. Está usted en su casa.
Las tres hermanas de Volodia -Katia, Sonia y Macha-, de las
que la mayor no tenía más que once años, se hallaban asimismo sentadas a la
mesa, y no quitaban ojo del amigo de su hermano. Chechevitzin era de la misma
estatura y la misma edad que Volodia, pero más moreno y más delgado. Tenía la
cara cubierta de pecas, el cabello crespo, los ojos pequeños, los labios
gruesos. Era, en fin, muy feo, y sin el uniforme de colegial se le hubiera
podido confundir por un pillete.
Su actitud era triste; guardaba un constante silencio y no
había sonreído ni una sola vez. Las niñas, mirándolo, comprendieron al punto
que debía de ser un hombre en extremo inteligente y sabio. Hallábase siempre
tan sumido en sus reflexiones, que si le preguntaban algo sufría un ligero
sobresalto y rogaba que le repitiesen la pregunta.
Las niñas habían observado también que el mismo Volodia,
siempre tan alegre y parlanchín, casi no hablaba y se mantenía muy grave. Hasta
se diría que no experimentaba contento alguno al encontrarse entre los suyos.
En la mesa, sólo una vez se dirigió a sus hermanas, y lo hizo con palabras por
demás extrañas; señaló al samovar y dijo:
-En California se bebe ginebra en vez de té.
También él se hallaba absorto en no sabían qué pensamientos.
A juzgar por las miradas que cambiaba de vez en cuando con su amigo, los de uno
y otro eran los mismos.
Luego del té se dirigieron todos al cuarto de los niños. El
padre y las muchachas se sentaron en torno de la mesa y reanudaron el trabajo
que había interrumpido la llegada de los dos jóvenes. Hacían, con papel de
diferentes colores, flores artificiales para el árbol de Navidad. Era un
trabajo divertido y muy interesante. Cada nueva flor era acogida con gritos de
entusiasmo, y aun a veces con gritos de horror, como si la flor cayese del
cielo. El padre parecía también entusiasmado. A menudo, cuando las tijeras no
cortaban bastante bien, las tiraba al suelo con cólera. De vez en cuando
entraba la madre, grave y atareada, y preguntaba.
-¿Quién ha agarrado mis tijeras? ¿Has sido tú, Iván
Nicolayevich?
-¡Dios mío! -se indignaba Iván Nicolayevich con voz llorosa.
¡Hasta de tijeras me privan!
Su actitud era la de un hombre atrozmente ultrajado pero, un
instante después, volvía de nuevo a entusiasmarse.
El año anterior, cuando Volodia había venido del colegio a
pasar en casa las vacaciones de invierno, había manifestado mucho interés por
estos preparativos; había fabricado también flores; se había entusiasmado ante
el árbol de Navidad; se había preocupado de su ornamentación. A la sazón no
ocurría lo mismo. Los dos muchachos manifestaban una indiferencia absoluta
hacía las flores artificiales. Ni siquiera mostraban el menor interés por los
dos caballos que había en la cuadra. Se sentaron junto a la ventana, separados
de los demás, y se pusieron a hablar por lo bajo. Luego abrieron un atlas
geográfico, y empezaron a examinar una de las cartas.
-Por de pronto, a Perm -decía muy quedo Chechevitzin- de
allí, a Tumen.... Después, a Tomsk...
-Espera... Eso es de Tomsk a Kamchatka...
-En Kamchatka nos meteremos en una canoa y atravesaremos el
estrecho de Bering, henos ya en América.
Allí hay muchas fieras...
-¿Y California? -preguntó Volodia.
-California está más al sur. Una vez en América, está muy
cerca... Para vivir es necesario cazar y robar.
Durante todo el día Chechevitzin se mantuvo a distancia de
las muchachas y las miró con desconfianza. Por la tarde, después de merendar,
se encontró durante algunos minutos completamente solo con ellas. La cortesía
más elemental exigía que les dijese algo. Se frotó con aire solemne las manos,
tosió, miró severamente a Katia y preguntó:
-¿Ha leído usted a Mine-Rid?
-No... Dígame: ¿sabe usted patinar?
Chechevitzin no contestó nada. Infló los carrillos y resopló
como un hombre que tiene mucho calor. Luego, tras una corta pausa, dijo:
-Cuando una manada de antílopes corre por las pampas, la
tierra tiembla bajo sus pies. Las bestezuelas lanzan gritos de espanto.
Tras un nuevo silencio, añadió:
-Los indios atacan con frecuencia los trenes. Pero lo peor
son los termítidos y los mosquitos.
-¿Y qué es eso?
-Una especie de hormigas, pero con alas. Muerden de firme...
¿Sabe usted quién soy yo?
-Volodia nos dijo que usted es el señor Chechevitzin.
-No; me llamo Montigomo, Garra de Buitre, jefe de los
Invencibles.
Las niñas, que no habían comprendido nada, lo miraron con
respeto y un poco de miedo.
Chechevitzin pronunciaba palabras extrañas. Él y Volodia
conspiraban siempre y hablaban en voz baja; no tomaban parte en los juegos y se
mantenían muy graves; todo esto era misterioso, enigmático. Las dos niñas
mayores, Katia y Sonia, comenzaron a espiar a ambos muchachos. Por la noche,
cuando los muchachos se fueron a acostar, se acercaron de puntillas a la puerta
de su cuarto y se pusieron a escuchar. ¡Santo Dios lo que supieron!
Supieron que ambos muchachos se aprestaban a huir a algún
punto de América para amontonar oro. Todo estaba ya preparado para su viaje:
tenían un revólver, dos cuchillos, galletas, una lente para encender fuego, una
brújula y una suma de cuatro rublos. Supieron asimismo que los muchachos debían
andar muchos millares de kilómetros, luchar contra los tigres y los salvajes,
luego buscar oro y marfil, matar enemigos, hacerse piratas, beber ginebra, y,
como remate, casarse con lindas muchachas y explotar ricas plantaciones.
Mientras las dos niñas espiaban a la puerta los muchachos hablaban con gran
animación y se interrumpían. Chechevitzin llamaba a Volodia "mi hermano
rostro pálido" en tanto que Volodia llamaba a su amigo "Montigomo,
Garra de Buitre".
-No hay que decirle nada a mamá -dijo Katia al oído de Sonia
mientras se acostaban. Volodia nos traerá de América mucho oro y marfil; pero
si se lo dices a mamá no le dejará ir a América.
Todo el día de Nochebuena estuvo Chechevitzin examinando el
mapa de Asia y tomando notas. Volodia, por su parte, andaba cabizbajo y, con
sus gruesos mofletes, parecía un hombre picado por una abeja. Iba y venía sin
cesar por las habitaciones, y no quería comer. En el cuarto de los niños, se
detuvo una vez delante del icono, se persignó y dijo:
-¡Perdóname! Dios mío, soy un gran pecador. ¡Ten piedad de
mí, pobre y desgraciada mamá!
Por la tarde se echó a llorar. Al ir a acostarse abrazó
largamente y con efusión a su madre, a su padre y a sus hermanas. Katia y Sonia
comprendían el motivo de su emoción; pero la pequeñita, Macha, no comprendía
nada, absolutamente nada, y lo miraba con sus grandes ojos asombrados.
A la mañana siguiente, temprano, Katia y Sonia se
levantaron, y una vez abandonado el lecho se dirigieron quedamente a la
habitación de los muchachos, para ver cómo huían a América. Se detuvieron junto
a la puerta y oyeron lo siguiente:
-Vamos, ¿ quieres ir? -preguntó con cólera Chechevitzin- Di,
¿no quieres?
-¡Dios mío! -respondió llorando Volodia-. No puedo, no
quiero separarme de mamá.
-¡Hermano rostro pálido, partamos! Te lo ruego. Me habías
prometido partir conmigo, y ahora te da miedo. ¡Eso está muy mal, hermano
rostro pálido!
-No me da miedo; pero... ¿qué va a ser de mi pobre mamá?
-Dímelo de una vez: ¿quieres seguirme o no?
-Yo me iría, pero... esperemos un poco; quiero quedarme aún
algunos días con mamá.
-Bueno; en ese caso me voy solo -declaró resueltamente
Chechevitzin-. Me pasaré sin ti. ¡Y pensar que has querido cazar tigres y
luchar contra los salvajes! ¡Qué le vamos a hacer! Me voy solo. Dame el
revólver, los cuchillos y todo lo demás.
Volodia se echó a llorar con tanta desesperación, que Katia
y Sonia, compadecidas, empezaron a llorar también. Hubo algunos instantes de
silencio.
-Vamos, ¿no me acompañas? -preguntó una vez más
Chechevitzin.
-Sí, me voy... contigo.
-Bueno; vístete.
Y para dar ánimos a Volodia, Chechevitzin empezó a contar
maravillas de América, a rugir como un tigre, a imitar el ruido de un buque, y
prometió en fin a Volodia darle todo el marfil y también todas las pieles de
los leones y los tigres que matase.
Aquel muchachito delgado, de cabellos crespos y feo
semblante, les parecía a Katia y a Sonia un hombre extraordinario, admirable.
Héroe valerosísimo arrostraba todo el peligro y rugía como un león o como un
tigre auténticos.
Cuando las dos niñas volvieron a su cuarto, Katia con los
ojos arrasados en lágrimas dijo:
-¡Qué miedo tengo!
Hasta las dos, hora en que se sentaron a la mesa para
almorzar, todo estuvo tranquilo. Pero entonces se advirtió la desaparición de
los muchachos. Los buscaron en la cuadra, en el jardín; se los hizo buscar
después en la aldea vecina; todo fue en vano. A las cinco se merendó, sin los
muchachos. Cuando la familia se sentó a la mesa para comer, mamá manifestaba
una gran inquietud y lloraba.
Buscaron a Volodia y a su amigo durante toda la noche. Se
escudriñaron, con linternas, las orillas del río. En toda la casa, lo mismo que
en la aldea, reinaba gran agitación. A la mañana siguiente llegó un oficial de
policía. Mamá no cesaba de llorar. Pero hacia el mediodía unos trineos,
arrastrados por tres caballos blancos, jadeantes, se detuvieron junto a la
puerta.
-¡Es Volodia! -exclamó alguien en el patio.
-¡Volodia está ahí! -gritó la criada Natalia, irrumpiendo
como una tromba en el comedor.
El enorme perro Mirara, igualmente agitado, hizo resonar sus
ladridos en toda la casa: ¡Guau! ¡Guau!
Los dos muchachos habían sido detenidos en la ciudad próxima
cuando preguntaban dónde podrían comprar pólvora.
Volodia se lanzó al cuello de su madre. Las niñas esperaban,
aterrorizadas, lo que iba a suceder. El señor Korolev se encerró con ambos
muchachos en el gabinete.
-¿Es posible? -decía con tono enojado-. Si se sabe esto en
el colegio los pondrán de patitas en la calle. Y a usted, señor Chechevitzin,
¿no le da vergüenza? Está muy mal lo que ha hecho. Espero que será usted
castigado por sus padres... ¿Dónde han pasado la noche?
-¡En la estación! -respondió altivamente Chechevitzin.
Volodia se acostó, y hubo que ponerle compresas en la
cabeza. A la mañana siguiente llegó la madre de Chechevitzin, avisada por
telégrafo. Aquella misma tarde partió con su hijo.
Chechevitzin, hasta su partida, se mantuvo en una actitud
severa y orgullosa. Al despedirse de las niñas no les dijo palabra; pero tomó
el cuaderno de Katia y dejó en él, a modo de recuerdo, su autógrafo:
“Montigomo, Garra de Buitre, jefe de los Invencibles”.
FIN
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